viernes, 30 de octubre de 2020

Un blasón para Matanzas: antecedentes para una historia conocida

El uso de escudo de armas o blasones para representar ciudades y provincias se remonta a la primera mitad del siglo XIII. En la península ibérica, los blasones regionales fueron utilizados por monarcas durante la Reconquista para identificar regiones bajo el dominio unificador que les rendían lealtad.  A su vez, las ciudades adquirían una distinción simbólica dentro de la jerarquía de la nación. Estos escudos representaban al reino y algunos de ellos portarían luego divisas que profesaban de “muy leal”, “muy noble” o “muy heroica”.  

Después de 1492, ciudades de la América hispana también gestionaron por ostentar sus propios blasones que las identificaran como parte integral del imperio; otros fueron provistos por sus gobernantes como actos de fundación. Este fue el caso de la Ciudad de San Carlos de Matanzas – Cuba, fundada en octubre de 1693 por el gobernador Severino de Manzaneda, bajo orden real de Carlos II. El 3 de noviembre de 1694, Manzaneda había remitido al rey la primera proposición de un escudo de armas para la ciudad.  Este blasón Manzaneda lo ideó como complemento al de la ciudad de La Habana – con la cual Matanzas guardaba estrecha relación geográfica y militar -, pero cuyo diseño se asemejaba al de su ciudad natal, Balmaseda (País Vasco o Euskadi):

“…titulada ciudad de San Carlos insinuando a Vuestra Majestad la jurisdicción…Me he proveído darle por armas dos puertas que corresponden a las dos llaves que tiene por armas esta ciudad [se refiere a La Habana]  que miran por antonomasia ser las llaves de ambos reinos…”


Escudo de armas de la ciudad de Balmaseda (País Vasco o Euskadi)


Este blasón fue aprobado en febrero de 1698, pero olvidado. No fue hasta comienzos del siglo XIX que se presentara una nueva solicitud de blasón para la ciudad de Matanzas.  

Hasta hace poco, la historia de los escudos de Matanzas se extendía solo hasta diciembre de 1828, cuando Fernando VII, aprobó por real cédula un escudo de armas representativo de la corona para la creciente ciudad.  Esta petición venía con la gracia de que los ciudadanos colocarían su estatua en una alameda de la ciudad. Esta galanura fue instituida por el cabildo el 13 de febrero de 1829 – dando origen al blasón colonial reconocido por historiadores.  No obstante, era desconocido que ya desde 1816 se había presentado una propuesta anterior que resultó en varias gestiones oficiales recogidas en documentos inéditos. La divulgación de estos y la historia que recogen son la intención de esta breve nota. Por lo general, la heráldica cubana ha sido un tema de poca investigación y exigua divulgación.  Los detalles que en estos nuevos documentos se registra nos permiten rescatar una parte de la historia heráldica de la ciudad de Matanzas. 

La fuente documental aquí seguida se titula “Expediente de Juan Dios Lucas de Morejón e Ignacio González", localizada en el Archivo General de Indias (AGI).  En ellos se registra que hacía principios de junio de 1816, actuando como comisarios del Ayuntamiento Juan de Dios Lucas de Morejón - regidor alférez real - e Ignacio González - alcalde mayor provincial, enviaron varias solicitudes al rey para obtener ciertos reconocimientos para la ciudad de Matanzas. Entre estos, estaba la proposición para un escudo de armas para la ciudad y un nuevo uniforme para los oficiales del Cabildo. Los comisarios suplicaban que

“… humildemente se digne S. M. dispensar a la ciudad de Matanzas el escudo de armas que se indica en el modelo que acompaña y otros semejantes, con el tratamiento correspondiente, y así mismo la gracia del uso de un uniforme propio de un cuerpo político…”  

La petición venía auspiciada por las peculiares cualidades de la ciudad, entre las que se encontraba su ventajosa posición geográfica y su potencial agrícola. Estas circunstancias fueron consideradas por el presidente del Consejo de Indias, como 

“…dignas del aprecio de V. M. ponen a Matanzas en el rango y considerado de las otras ciudades principales de la isla de Cuba (…) todas ellas por lo mismo tiene escudo de armas propio, concedido por la autoridad soberana como un testimonio de sus preeminencias y de su constante lealtad y amor a V. M…”

El rey consideró que resultaría en un “…poderoso estímulo…” para el fomento regional, con el anhelo de que algún día Matanzas se convirtiera en “…una de las más florecientes ciudades de aquella isla…”. En los años venideros Matanzas crecería exponencialmente, en población, diversidad y riqueza económica – convirtiéndose en 1860 en la reconocida “Atenas de Cuba”. Pero este crecimiento – este cambio - venía gestándose desde la segunda mitad del siglo XVIII.  La primera habilitación de su puerto ocurrió intermitentemente entre 1793 y 1794. Su población fue nutrida por la inmigración haitiana-francesa, e influyó al despegue económico en aras de la industria azucarera. Para 1815 se había reorganizado el Gobierno Político y Civil de su jurisdicción, culminando en la total habilitación de su puerto al comercio global en 1818.  El memorial adjunto a la petición del blasón sumaba los números de haciendas, ingenios, cafetales y vegas de tabaco. Estos datos apoyaban el auge que comenzaba a experimentar la ciudad. 

En cuanto la petición del blasón, para el 23 de junio de 1816 había llegado a la corte. Por orden real, la petición había sido aprobada por el rey y remitida al Consejo de Indias para que consultara su proceder, el memorial y dibujos acompañándolos.  Todo fue convenido con el fiscal de campo del Consejo Real tres días después. El Consejo respondió que convertiría en “apoderados” o encargados de los trámites a los comisarios del Ayuntamiento – Morejón y González –. Tanto ellos como el Consejo informarían a la Capitanía General y gobernador de Cuba. Se reiteraba la aprobación de la petición por orden real, con todo convenido el 29 de julio “…como lo propone el fiscal…”. Para el 21 de octubre de ese año, el fiscal del Consejo había pedido se le devolviera el testimonio y los dibujos: “…que se remita copia de la representación y testimonios presentados por los referidos…” Pero de su devolución no quedó constancia en los legajos aquí estudiados.

Los trámites para el blasón de Matanzas, como toda gestión gubernamental de la época, se extendería por varios años. En 1817, el alcalde del Ayuntamiento de Matanzas, Juan de Tirry y Lacy devuelve a manos del Capitán General de Cuba, Juan Cienfuegos, copias de las solicitudes hechas por los apoderados, para que estos fueran remitidos una vez más a corte “…con el fin de conseguir el escudo de armas…” y el consentimiento al uso del uniforme para el cabildo que se solicitaba. Esta petición, según Tirry, era “…muy justa, especialmente si se funda en la debida comparación del rango e importancia política de esta ciudad con los demás pueblos de la isla, que disfrutan de ella…”. Según Tirry, Matanzas merecía “…la más alta y provisora atención como posición cardinal para su innovación y defensa y como llave maestra del mar tan frecuentado que la baña…”.  Estos expresos deseos demuestran una visión excepcional del futuro del puerto y la ciudad. El informe documentaba para entonces, una creciente población de 6000 almas “sin contar los niños”, en toda la urbe.  Un par de años más tarde, Tirry diría de Matanzas que su “…pública utilidad y comodidad, que en cuatro años ha hecho de Matanzas un lugar floreciente, aumentado su riqueza y la concurrencia de forasteros…” 

El gobernador de la Isla respondió al alcalde de Matanzas haber recibido los documentos para impulsar el trámite. Además, se daba por enterado del oficio expedido el 21 de octubre de 1816 “…sobre haber acordado el Consejo de Indias que informase (…) acerca de la solicitud de los comisarios del Ayuntamiento de Matanzas…”  Para esta fecha, Cienfuegos había remitido toda la documentación, con copias y diseños, nuevamente a la metrópoli. Estos documentos no acompañan el dossier que aquí se da a conocer, ni hay otra documentación adjunta de esos años. 

Al parecer, un estancamiento de las gestiones fue incitado por la pérdida del memorial original, que incluía el diseño del escudo original y la otra importante documentación.  El Consejo había convenido el 10 de marzo de 1819, donde se precisó que el asunto sea devuelto al fiscal de Nueva España. La documentación de estos trámites está ausente en este legajo. Para el 14 de abril de 1819, los fiscales de Madrid registraron haber recibido los documentos solicitados del gobernador de La Habana y los pedidos al Ayuntamiento de Matanzas. No obstante, el asunto fue cuestionado, como quedó recogido en un pasaje:

Mas que así sea, lo que no justifica, ni resulta del expediente, no aparen ni se alegan mas méritos de Matanzas que haberse mantenido pacifica en el tiempo pasado de las revoluciones y haber hecho algunos donativos que tampoco se especifican…”  

En fragmento arriba citado, quedó insinuado que lo expresado sobre la ciudad no había sido suficiente para adquirir los solicitados reconocimientos de la Corona. Al parecer, el censo realizado por Tirry en 1815, y cuyas estadísticas se incluyeron en el memorial remitido en este dossier, había sido realizado “…con motivo de una pretensión del Ayuntamiento sobre escudo de armas…”, como recogió la prensa local varios años después.  El fiscal no solo señalaba de no haberse proporcionado detalles sobre los donativos que hacían los feligreses matanceros, sino también “…que no se ha verificado porque no está en el expediente ni el modelo del escudo de armas, ni los dibujos del uniforme que se cita…”. Según la carta del fiscal, los documentos ausentes se consideraron “…extraviado todo con el principal del informe del gobernador de La Habana, por ser el duplicado el que se tiene…”

Copias del blasón que se encuentran en el Archivo General de Indias (AGI/MP-Escudos,165)
y el Archivo Histórico Provincial de Matanzas (Libro Becerro). 

Tanto el Consejo como la fiscalía acordó conceder “…a aquel ayuntamiento la [petición] del escudo de armas…”, aunque “…cuyo modelo (…) ha desaparecido el remitido…”. Para darse proseguimiento, se ordenaba a un “rey de armas” – oficial de la heráldica colonial - para que investigase sobre el asunto. Este debía poner en claro las “… noticias de la situación y demás circunstancias (…) y se presente a la aprobación del Consejo…” para finalmente dar cumplimiento a la real orden que ya había otorgado el Rey el 21 de junio de 1816.  El 23 de octubre de 1819 se acordó que “…hágase saber al apoderado que presente un diseño el escudo de armas…”. Este quedó informado el 27 de ese mismo mes. Es de suponer que esto no se cumplió a tiempo, dado que dicha gracia real no se consumó hasta 1828 - cuando por otra real orden se le concede el escudo oficial de la ciudad de Matanzas. 

En la mencionada real cédula de 1828 se concede a la ciudad, otra vez oficialmente, pero esta vez decisivamente “…el uso de uniforme a sus individuos, en particular el escudo de armas y la estatua de S. M. en el centro de la alameda.”   Con esta gracia, Fernando VII había tenido “…bien aprobar con el escudo de armas de la ciudad que así mismo concedo…” como testimonio de aprecio y gratitud. Copias del diseño aprobado del blasón se encuentran en el Archivo General de Indias (AGI/MP-Escudos,165) y el Archivo Histórico Provincial de Matanzas (AHPM). Estas copias, sin embargo, no son idénticas y contienen discrepancias.

La copia en el AHPM se encuentra en la segunda página del Libro Becerro, a todo color. Esta versión diferencia de la copia del AGI en el color de las joyas a la base de la corona, el color y disposición de las hojas de café y caña de azúcar, a los lados, en la forma y reflexión del Pan de Matanzas. El decorado del motivo central, más los bordes del blasón son también diferentes. En la versión archivada en Matanzas, la cinta en la base del blasón no contiene inscrita divisa, mientras que en la del AGI lee “Siempre Fiel”. Una versión de 1831, que apareció en el órgano central de la prensa local, La Aurora de Matanzas, es una amalgama de ambas versiones del blasón. Estas diferencias resultan curiosas, dado que las dos versiones debían ser idénticas, si fueron creadas por un mismo autor y con un mismo destino. Ambas versiones, aunque disímiles, se asocian a la misma concesión de 1828. No hay evidencia de que alguno de estos represente la versión perdida de 1816.  

Lamentablemente, el blasón para Matanzas quedó trabado en la malla burocrática, extendiéndose los trámites hasta realizarse una nueva solicitud en 1828. Esta venía acompañada con un favor quizás más contundente que los presentados anteriormente: el de colocar una estatua del rey en una plaza o alameda de la ciudad. Al parecer se había olvidado para ese entonces, tanto la versión aceptada de Manzaneda como la de 1816. Esta constituye entonces la segunda proposición de blasón para la ciudad hasta ahora conocida. 

El escudo de armas concedido por la autoridad soberana de Fernando VII, ha quedado como un testimonio de las preminencias y profesada lealtad de la ciudad y sus oficiales. A la vez, como un símbolo del poder monárquico sobre sus sujetos – el blasón de la ciudad fue una insignia de la extensión de la Corona en la isla: la “…gloria y esplendor de la monarquía”. Hoy es un recuerdo de nuestro pasado colonial y de nuestra hispanidad – adornado con símbolos de nuestra geografía e identidad criolla.

Escudo de armas de Matanzas.
Fuente: La Aurora de Matanzas, 1831. 


Este articulo esta publicado en Librínsula: La Isla de los Libros Perdidos, órgano divulgativo de las ciencias sociales historia de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, accesible en este enlace, aquí. Aprovechamos este momento para extender un sincero agradecimiento a Ramón Cotarelo Crego por sus múltiples revisiones y a Johan Moya por su apoyo e incondicional bondad. Gracias. 


Cita: 

Orihuela León, J. (2020). Un blasón para Matanzas: antecedentes de 1816. Librínsula: Revista Digital de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, no. 401 (Nombrar las Cosas): 1-9. 


Fuentes

Agustín, A. (1734). Diálogos de las Armas, I Linajes de la Nobleza de España (recopilación de Gregorio Mayáns I Siscar). Madrid: Imprenta de Juna de Zúñiga. 

Alfonso, P. A. (1854). Memorias de un Matancero. Matanzas: Imprenta Marsal. 

Andrade, P. B. de (1954). Heráldica: Ciencia y Arte de los Blasones. Barcelona: Editorial Fama. 

Arista-Salado, M. (2013). Los Escudos Cívicos de Cuba. Miami: Publicia. 

Armengol y de Pereira, A. (1947). Heráldica. Segunda Edición. Barcelona: Talleres de Mariano Galve. 

Cotarelo Crego, R. (1993). Matanzas en su Arquitectura. La Habana: Letras Cubanas. 

García Santana, A. (2009). Matanzas: La Atenas de Cuba. (Con fotografías de Julio Larramendi). Sevilla: Escandion Impresores, Ediciones Polymita. 

Orihuela, J., Viera Muñoz, R. A., y Pérez Orozco, L. (2018).  El blasón desconocido: Primer escudo de San Carlos de Matanzas. Revista Literaria y Artística Matanzas, XIX (2/3), 5-11. 

Orihuela, J. (2019). Severino de Manzaneda: Capitán General gobernador de Cuba a finales del siglo XVII. Librínsula: Revista Digital de la Biblioteca Nacional José Martí, 385, 1-12.   

Ruiz Rodríguez, R. (1993). El escudo de armas de la ciudad de Matanzas. Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, 1, 137-145. 

Treserra Pujadas, José A. (1941). Reseña Histórica de Matanzas 1508-1941. La Habana: Imprenta La Revoltosa. 

Ybarra y Bergé, J. (1967). Escudos de Vizcaya. Bilbao: Librería Villa.


miércoles, 21 de octubre de 2020

Matanza de Yucayo: Historia y Mito - Nuevo libro para la historia de Matanzas

Con tremendísimo gusto anunciamos la publicación de nuestro libro “Matanza de Yucayo: Historia y Mito” en la editorial Aspha. Con mucha alegría finalmente vemos este proyecto, comenzado en 2014, hoy culminado. Extendemos un cálido agradecimiento a Lisette Roura Álvarez por honrarnos con su prólogo y una profunda edición; a Ramón Cotarelo Crego por sus múltiples lecturas y sugerencias que sin duda mejoraron la investigacion y el manuscrito, como también a Leonel Pérez Orozco y Tamara Castaño por todo el apoyo del mundo. A Magaly Leyva y todos los colegas de diversos archivos por todo su apoyo y colaboración. Sin ellos, nada de esto fuera posible. 

Por su maquetación, pos-edición, montaje, esclarecimiento de ideas, y sobre todo apaciguar nuestras ansias de publicar esta obra, quizás polémica, a tiempo para octubre de este año, extendemos un agradecimiento especial a Odlanyer Hernández de Lara. A la venta ya en Lulu, y pronto, en Amazon y Barnes and Noble. Sigla el enlace, aqui

Aquí compartimos unas palabras del texto:

En abril de 1514, el Adelantado Diego Velázquez perpetuaba en tinta uno de los sucesos más trascendentales relacionados con la historia de la ciudad cubana de Matanzas, la muerte de españoles a manos de los nativos en la bahía conocida como Guanima. Esta fatal contingencia determinó la imposición del nombre de Matanzas a la bahía, desapareciendo para siempre el topónimo aborigen y dando nombre a una ciudad que sería fundada casi 200 años después.

La Carta de Relación de Velázquez, hasta ahora la fuente primaria más antigua que aborda el asunto, ha sido el principal pilar de un análisis y reevaluación profundos donde se presenta una visión particular de la supuesta matanza, considerando y cotejando la información con otros textos posteriores. En un terreno donde la distancia temporal y la influencia humana han jugado su papel, resulta difícil consolidar, categóricamente, las ideas tradicionales o las novedosas. El principal propósito de este texto es poner en consideración del lector esta nueva perspectiva de nuestra historia prístina, con la ilusión en que este constituya solamente un punto y seguido en los intentos de desenredar la enmarañada madeja de la historia de esa fascinante ciudad que lleva por nombre Matanzas.



Cita recomendada: 

Orihuela León, J. y R. A. Viera Muñoz (2020). Matanza de Yucayo: Historia y Mito. Aspha Ediciones, Buenos Aires.  


sábado, 5 de septiembre de 2020

Nuevos datos sobre la historia de Matanzas: 1680-1695

Fieles a nuestras convicciones de profundizar sobre la historia de Matanzas – ya bien sea desde las ciencias sociales y antiguos documentos – finalmente nos encontramos satisfechos de ver publicado nuestro tratado sobre los procesos que dieron principio oficial a la ciudad. Este ha sido un proyecto prolongado, comenzado desde el 2016 con la búsqueda y adquisición de requerida documentación en archivos españoles, seguido por búsquedas exhaustivas en repositorios nacionales y locales. 

En general, en el trabajo se aborda una variada gama de fuentes documentales y se exponen novedosos datos sobre los actos fundacionales y la preparación del terreno que se convertiría luego en ciudad. Ya en otros posts – y publicaciones – hemos discutido y difundido sobre la inmigración isleña, la demografía, el primer escudo diseñado para representar a la ciudad, los mapas utilizados para la fundación, entre otras cuestiones. 

En esta ocasión compartimos un breve abstracto de las conclusiones. Para más información, convidamos al lector interesado que acceda al documento original, en el cual se presenta una amplia lista de materiales de obligada consulta para continuar con el rescate histórico que nos proponemos, y al que otros igualmente contribuyen o contribuirán. Este es nuestro granito de arena. 

[…La información presentada, alguna de ella novedosa e inédita, nos permite múltiples perspectivas sobre el proceso pre y fundacional, donde resaltan cuatro momentos importantes. El primero a finales de 1681, cuando el gobernador Fernández de Córdoba impulsa, con un reconocimiento de la bahía, cálculos y planos realizados por el ingeniero Juan de Síscara, el proceso de fortificación y población que fue aprobado en la real cédula del 12 de abril de 1682. En este momento se escoge el sitio para urbanizar al fondo de la bahía entre los ríos San Juan y Yumurí. El segundo entre 1687 y 1688, cuando el gobernador Diego Viana Hinojosa adquiere permiso real para fortificar la desembocadura del río San Juan y realiza los primeros trabajos en el sitio que sería luego la ciudad de Matanzas al comenzar una cantera y un horno de cal. El tercer momento ocurre en enero de 1690, cuando el gobernador interino Severino de Manzaneda realiza un viaje de reconocimiento, igualmente acompañado por el ingeniero Juan de Síscara donde se insiste en los errores de los reconocimientos y planos anteriores. La Laja resultó no ser un obstáculo y Manzaneda sugirió relocalizar la ubicación de la fortaleza más al fondo de la bahía. Un cuarto momento fue el fundacional, en el año 1693. Desde enero se desmontó, delineó y midió el terreno que sería la urbe y se reubicó la fortaleza en contra de las órdenes reales. Las dimensiones que tomaría la extensión urbana y los solares fueron resultado de mediciones tomadas desde enero de 1693 por el agrimensor Uribe Ozeta y el ingeniero militar Juan de Herrera. Las primeras familias de emigrantes canarios llegaron al sitio a finales de mayo de 1693 para comenzar a poblar en vísperas de la fundación. Asimismo, pasaron el asentista, maestros y esclavos constructores a continuar las construcciones de la fortaleza.

El castillo tuvo meses de preparación y condicionamiento del terreno desde enero de ese mismo año, lo que puede interpretarse como el comienzo de la construcción, aunque su “primera piedra” no fue colocada oficialmente hasta el 13 de octubre de 1693. Al final, el Castillo de San Severino no se construyó en Punta Gorda, según estrictamente le indicó la Junta y el Rey a Manzaneda. Esta localidad constituye un accidente geomorfológico que ha variado en cuanto a su ubicación en la cartografía de la bahía desde entonces. Igualmente surgen los topónimos del “Morrillo” y “la Vigía”, entre otros, como puntos identificados y con orígenes anteriores a 1693. Nuestro análisis revela que la playa arenosa del margen norte del antiguo río de Matanzas, actual San Juan, ya se conocía como “de la Vigía” desde el tiempo de Viana, lo que se extendió luego a la toponimia de la primera plaza fundacional y el fuerte que años después se construyó allí, y no viceversa, como se pensaba tradicionalmente.

Matanzas finalmente emergió de un plan predestinado con planta detallada y el impulso de las cédulas reales. Pero no siguió a rajatablas todas las ordenanzas reales o Leyes de Indias. Entre las labores reluce el desempeño del ingeniero Juan de Herrera, el agrimensor-escribano Juan de Uribe Ozeta en todo el proceso fundacional, siendo igualmente importante el aporte de Juan de Síscara sobre la organización cartográfica y el planeamiento en la disposición final de la ciudadela sobre el terreno.”]

Esperamos que este nuevo tratado aporte mayor conocimiento y reveladores datos no solo al pueblo matancero, sino a todos los coterráneos interesados en nuestra identidad y en nuestras raíces. Que esta información continúe guiándonos en develar nuestra identidad. 


Cita recomendada

Orihuela León, J., R. A. Viera Muñoz, & O. Hernández-de-Lara (2020). Los procesos prefundacionales de San Carlos de Matanzas (1680-1695): perspectivas historiográficas. Cuba Arqueológica 13(1): 39-64. 

Disponible a descargar gratis, aqui


viernes, 7 de agosto de 2020

Siempre Leal: por arquitecto Ramón Cotarelo Crego

Texto del arquitecto Ramón Cotarelo Crego, publicado en las Memorias de la Ciudad en homenaje al Dr. Eusebio Leal Spengler. Publicado en este blog con permiso del autor. Tomamos un momento para agradecer al arquitecto Cotarelo toda la labor y empeño que dedicó – y aún dedica - a la Ciudad de Matanzas, su historia y su arquitectura. 

SIEMPRE   LEAL


Tiempo, tiempo, tiempo, esos fueron los tres deseos que pidió Eusebio Leal en su último giro a la ceiba en El Templete. Tiempo, necesario para continuar extendiendo su pasión a cada centro histórico del país con méritos para ser estudiado, rescatado y protegido, incluyendo e integrando a todos en un victorioso trabajo de equipo. Leal no fue de los que apagaban luces para brillar solo, por el contrario, iba encendiendo lámparas por todos lados para el bien común. Tiempo, que como ningún otro sabía organizar y multiplicar para poder asumir las más disímiles y presionantes tareas, cosa que siempre le admiré. 

Encontré a Leal por primera vez de forma casual hace 50 años, era 1969, yo era un joven estudiante de arquitectura, curioso y sediento de saber, que merodeaba una tarde los alrededores del palacio de los Capitanes Generales cuando salía “él” del edificio, empujando una carretilla cargada con materiales de demolición, lo que me permitió preguntarle por las obras y concertar una visita posterior. Así nació una amistad prolongada en medio siglo. 

Tuve la posibilidad de encontrarlo otras veces, nos visitó en 1970 en la escuela de Arquitectura invitado por Roberto Segre y poco a poco comencé a seguir los primeros pasos que se daban en el rescate de la Habana Vieja. 

Se repitieron los encuentros y al graduarme fui destinado a Matanzas donde realicé un dilatado servicio social en obras industriales, siempre con la aspiración de un día poder entrar en el mundo de la salvaguarda del patrimonio cultural. Ese día llegó en el 1978, y me convertí en la piedra fundacional del equipo de monumentos de la provincia de Matanzas, donde me mantuve hasta 1994, cuando, por razones mayores, me aparté físicamente pero nunca sentimentalmente de aquel colectivo. Leal seguía mis pasos por Matanzas, conservo en mis archivos más de una carta suya, dándome aliento y confianza. Fueron años de aprendizaje, de victorias y amarguras como conlleva este trabajo, pero consolidando día a día estrechos vínculos con todos mis compañeros que participaban en la gran batalla a favor del patrimonio cultural.   

La distancia entre La Habana y Matanzas nunca fue obstáculo para nuestro intercambio, no lo fue tampoco más tarde cuando se puso el océano por medio, y me llenaban de júbilo sus mensajes y los encuentros cuando coincidíamos en algún congreso por diversos lugares del orbe.

Mucho se ha escrito en estos días sobre las virtudes de Eusebio Leal, no pretendo repetirlas, pues otros con mayor cercanía lo han hecho espléndidamente, pero sí quisiera resaltar entre ellas su disciplina de trabajo, esa energía inagotable, sacada de un esfuerzo enorme pues su organismo estaba resentido desde hacía muchos años, no solo en los últimos cuando su ausencia no se pudo pasar por alto. 

Me resulta inevitable recordar a José Martí, con aquellas palabras de “toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”, pues su grandeza estaba sustentada en una inmensa humildad. Hoy, algún desagradecido ha pretendido ridículamente buscar manchas en medio de tanta brillantez. Nadie es perfecto, pero en su caso el sol es toda luz y, volviendo al Maestro, no resta más que decir que “los agradecidos hablan de la luz”, es imposible no reconocer su generosidad que “congregó a los hombres” y su “elogio oportuno “, porque “es cobarde quien ve el mérito humilde y no lo alaba”. Leal supo apoyar decididamente a las nuevas generaciones pues “quien se alimenta de ideas jóvenes, vive siempre joven” y defendió siempre, al precio que fuera necesario, lo que consideró justo.

Leo y releo los mensajes que nos intercambiamos durante años y es inevitable que me detenga en cómo seguía mi obra y sabía de injusticias y de amargos dolores. Tantas cosas seguirán como hasta hoy guardadas silenciosamente en mis carpetas, pero, tengo que confesar que me emociono al recordar nuestro último encuentro, en Barcelona, durante el evento de arquitecturas de ida y vuelta 2009, donde, con un abrazo inolvidable me dijo: fui a Matanzas y dije ante las mayores autoridades aquello con lo cual me sentía moralmente comprometido contigo.  Gracias eternamente amigo Leal, de apellido y de comportamiento, por todo lo que nos enseñaste, por todo lo que nos dejas y por el camino abierto para seguir andando. Yo también tengo un compromiso moral contigo, solo pido como tú un poco de tiempo para poder culminarlo.

Agradecimiento eterno para tí y para tu OBRA, pues como sentenció el poeta Virgilio “...mientras el río corra, los montes den sombra y en el cielo haya estrellas, debe durar la memoria del beneficio en la mente del hombre agradecido …”.

Ramón Cotarelo Crego. Viareggio. Italia. 2 de agosto de 2020.


jueves, 6 de agosto de 2020

Eulogia a Leal: Gratia aeternum

El viernes 31 de julio de 2020, en las horas de la mañana, falleció Eusebio Leal Spengler. Primero que nada, extiendo mi más sentido pésame a la familia del Dr. Leal, y amigos que le sobreviven. Quisiera aquí rendirle un breve homenaje, en honor al legado latente e incalculable que nos deja y el amor tan intenso que profesaba por la ciudad de Matanzas. 

Leal fue hombre de pensamiento agudo, con un don para la palabra escrita y la oratoria. Fue hombre de vasta cultura y conocimiento de la historia del mundo, y en especial, de Cuba. Pero más que un intelectual, hombre de ideas y de amplia erudición, lo fue también de acción. Evidencia de su ímpetu, sacrificio, y magno esfuerzo queda reflejado hoy en varias ciudades de Cuba, y en especial en su Habana. De su extraordinaria lucidez surgió una profunda convicción que lo impulsó toda su vida a luchar por un ideal, y de realizar la inmensa labor que cumplió. Hoy muchos compartimos una convicción similar; un ideal similar.

Hay muchos más cercanos que le conocieron bien y están en mucha mejor posición de brindar al mundo lo que fue compartir con Leal, trabajar, y luchar junto a él. Aquí no puedo más que compartir el mío, mi experiencia, la cual evocando a Martí manifiesta que “lo que aquí doy a ver lo he visto antes (yo le he visto, yo) y he visto mucho más, que huyó sin darme tiempo a que copiara sus rasgos…”

La primera vez que lo vi fue en el 92’ y yo no era más que un niño. Se realizaba una actividad en el segundo piso de la biblioteca Gener y Del Monte, en la ciudad de Matanzas, donde acudieron además otras personalidades de la historia y la arqueología. En aquel entonces personajes como Antonio Nuñez Jiménez, Manuel Rivero de la Calle, y el mismo Leal, eran para mi mente infantil, inalcanzables como estrellas de cine; eran personas que aparecían en la televisión o en los libros, causando instantánea admiración. Compartir aquel espacio me impresionaría para siempre.

Muchos años después, el Tiempo me regalaría una y última oportunidad de conocerlo. Ello tomo lugar en el 2019, en La Habana, gracias a una introducción que nos haría el Conservador de Matanzas, Leonel Pérez Orozco. Nos dimos la mano y platicamos brevemente. Me miró fijamente a los ojos, con candidez, pero penetrantemente. En su miranda, que estimé cansada, titilaban unos ojos brillantes; espejos de una mente curiosa y ocupada. Su saludo, muy firme. 

Con energía entró al salón. Con su voz profunda y seria, como un cura, sosteniéndose el dedo meñique izquierdo - como solía hacer cuando organizaba su impecable e implacable oratoria - convidaba atención; con tremenda emoción nos ofrecía a que con él visitáramos el Castillo de Atarés. Una impresión como esa, es difícil olvidar de las personas que admiramos.

El espíritu de personas como Leal no es común. En ellas se recogen exquisitas y raras cualidades, que, al juntarse, permiten las pruebas de valor y decisión que a ellos vemos ver realizar. No solo la erudición, la perseverancia y ocio del estudio, sino también la valentía de luchar por aquello en que se cree apasionadamente; la humildad de llevar un mensaje a todos por igual con la facilidad de la explicación y la palabra – de convidar mensajes de unificación, inspiración y de identidad mezclados con profundos sentimientos de patriotismo. Hombres como Leal no tienen reemplazo y son muy difícil de falsificar.

Si algo ha quedado claro en estos días en que se le ha rendido tributo a su vida, a su legado y a su obra, es el amplio e incalculable alcance de su influencia; la trascendencia de su inspiración. No solo en los campos de la historia y el patrimonio, sino en los de la educación, la cultura y el arte. Leal fue un hombre del mundo, y muy especialmente de Cuba. Su ejemplo, guiado por un fuerte sentido de un ideal, nos permite continuar preparando un futuro desde el pasado. Como diría Pablo A. Fernández “la palabra en él alumbra las huellas que, al pasar, imprimen hombres y mujeres, entregados a hacer de Cuba el Ser que nos defina”

Leal ha desaparecido irreparablemente, pero sus ideas, su pensamiento, como legado permanecen. Como diría el Padre Varela en una ocasión “…yo sé desaparecer, pero mis ideas prevalecerán...” Y querido Leal, su ejemplo y su obra prevalecen. Eternamente gracias por formar e inspirar, con tus actos y tu palabra, a más de una generación de cubanos.


Inmensamente agradecemos la invitación para participar en las Memorias de la Ciudad, donde fueron publicadas estas palabras, y a su coordinador Arnaldo Batista por tan grata invitación. Muchas gracias. 


lunes, 3 de agosto de 2020

Epidemias de Fiebre Amarilla en Matanzas durante el siglo XIX

La historia de Cuba contiene relevantes ejemplos de brotes epidémicos que resaltan por su singularidad – algunos propiciados por el clima, la higiene, la inmigración y el exiguo avance médico. A través del siglo XVI y XVIII se reportaron recurrentes brotes de viruela, varios tipos de “fiebres”, malaria, tifus, lepra, sífilis, tuberculosis y sarampión, que afectaron a miles de personas en todo el archipiélago. Entre las epidemias que más se destacaron por su contagio y mortandad se encuentran la de la fiebre amarilla, la cual ya se conocía desde la antigüedad, en las escrituras de Pausarías, Plinio y Aristóteles. Los primeros colonizadores la experimentaron, dejando recuentos de sus estragos – esta aparece mencionada en las Décadas de Herrera (1601) y la Nueva Historia de Bernal Diaz del Castillo (1632).

La fiebre amarilla fuertemente afectó a la población general de la isla a través de la época colonial, particularmente durante la segunda mitad del siglo XIX. Los documentos de esta época atestiguan a la periódica aflicción de los brotes de fiebre amarilla sobre todas las clases sociales, especialmente a los habitantes rurales y los esclavos. La fiebre amarilla, juntamente con la viruela fueron las de mayor incidencia, seguidas por lepra y la tuberculosis o “fiebre ética” y la malaria. El efecto de enfermedades impulsarían hacia un significativo avance en el cuidado y aseo público, limpieza de carnicerías, mataderos, de las zanjas y los hospitales. Además, llamaba a la necesidad de médicos especializados o una institución que permitiera la educación y formación de futuros galenos en la isla.

En esta breve nota se hace un acercamiento a las epidemias de fiebre amarilla que afectaron particularmente a la región matancera y habanera vista desde los documentos históricos. Con este fin se extrajeron datos de la historiografía nacional e internacional, nutridos por documentos inéditos del Archivo Histórico Nacional de España (AHN), Archivo General de Indias (AGI), Archivo Nacional de Cuba (ANC) y el Archivo Histórico Provincial de la ciudad de Matanzas (AHPM). Estos documentos nos abren una ventana por donde acceder a los efectos y respuestas de la población ante el dantesco prospecto de las epidemias.

Brotes de fiebre amarilla se registraron a través de todo el siglo XIX en Cuba. Esta se llegó a conocer por los nombres de “fiebres endémicas” o “vómito negro” que afectaron y se extendieron por todo el archipiélago. La fiebre amarilla es una infección de flaviovirus trasmitida por la picadura de un mosquito infectado. El principal vector es el mosquito Aedes aegypti, pero otros pueden también transmitir la enfermedad. La infección causa náuseas, fiebre y jaquecas. Al afectar al hígado, provoca una coloración amarilla en la piel, característica del contagio.

Estos brotes epidémicos afectaron todas las esferas de la vida social, el crecimiento demográfico, inmigración, los sectores de la salud y la economía; cobrando millares de víctimas que decimaban la población de la isla y los sectores laborales. Al respecto, el historiador Pezuela refirió, que la fiebre amarilla y otros achaques que afectaban a la población eran “…engendrados en los bosques e inmundos pavimentos de nuestras calles…”.

Aludiendo que su persistencia era auspiciada por la existencia de extensos bosques vírgenes y la poca higiene de las calles y en las ciudades. En un memorial a la Junta de Fomento en 1845, el gobernador O’Donnell refirió que Cuba – como los demás países tropicales – estaban en desventaja del clima y la atención higiénica del momento: “…la insalubridad del clima es cada día menos intensa a medida que el descuajo de los montes progresa (…) sin precauciones, ni protectora inspección de nadie…”; señalando los problemas de higiene e inmigración como importantes focos de trasmisión:

“…las enfermedades endémicas [refiriéndose a la fiebre amarilla] que aflige entre nosotros (…) y que en realidad puede, en la mayor parte de las vías – evitarse, bien por un método higiénico…”, entre los que sugirió la cuarentena y el aislamiento de barcos recién arribados hacia “…puertos distantes del litoral…”.

Antes de esas fechas ya se tienen noticias de fiebre amarilla en La Habana, como el severo brote de 1794, que cobró 900 de 1700 foráneos recién llegados a la isla. Entre los infectados que perecieron había militares y marineros de la Armada de Varela Ulloa que llegaron desde Cádiz. El mismo capitán Ulloa falleció a causa de la enfermedad.

Otro terrible brote ocurrió en 1819, convirtiendo a la ciudad de La Habana en un temible foco de dispersión. El erudito doctor Tomás Romay, informó a la Junta de Fomento que a causa de un desproporcionado aumento poblacional en la ciudad había propiciado “…los estragos que hacen las enfermedades en los forasteros…”, apuntando a la población inmigrante como la más afectada a las enfermedades del trópico por no estar acostumbrada a ellas. Entre los inmigrantes afectados estaban los canarios e irlandeses, lo cual afectó a su vez, las construcciones de líneas férreas – en las que se empleaban estos inmigrantes junto a los chinos “coolies” y los esclavos de descendencia africana. De igual manera, las epidemias afectaron más a la población esclava y pobre que a la blanca pudiente.

El Dr. Romay fue un gran impulsor de la salud pública y el tratado de epidemias. A comienzos del siglo XIX impulsó la vacuna contra la viruela – descubierta en 1798 -, inoculando a sus pequeños hijos primero, como ejemplo a la población. Sus esfuerzos en los sectores de la medicina y salud ayudaron a reducir la infección de viruelas en la isla para 1804. Como alivio a la epidemia de fiebre amarilla en ciudad de La Habana, Romay instruía que se debía “…orientar a la conducción directa de los colonos blancos [no infectados] a los puertos de Matanzas, Nuevitas, Santiago y Trinidad…” y así aislarlos de las condiciones en la capital. La villa de Guanabacoa, que había servido de asilo, ya no se consideraba segura contra la epidemia. Si embargo, esto no haría más que extender la epidemia extramuros, como en efectivo ocurrió.

Pero los esfuerzos de Romay no se hicieron sentir por igual en toda la isla. Las zonas rurales y más apartadas fueron las más afectadas. Por lo general, los hospitales ofrecían mucho mejor cuidado, y en muchos de los casos, las personas no sufrían los efectos de la enfermedad dos veces. De los 1221 casos que se trataron en el Hospital de la Marina de La Habana, entre 1829 y 1831, solo 57 fallecieron – lo que correspondió a un 4.7 % de la población en esos años. En cambio, los hospitales civiles presentaron niveles de mortalidad que oscilaron entre el 9 y 56%. Los mayores grados de mortandad se registraron en la ciudad de Villaclara, Isla de Pinos, Sagua la Grande, y Santiago de las Vegas, las cuales presentaron entre 41 y 56 % de mortalidad.

La fiebre amarilla tuvo efectos devastadores en las poblaciones de la ciudad de Matanzas, al igual que en sus zonas rurales, causando en ambos calamidad y miseria. A pesar de que Matanzas durante el siglo XIX se consideró una zona saludable - y en muchos casos recomendada como retiro de recuperación para pacientes de enfermedades respiratorias y otras aflicciones - la presencia de sus bosques y cuerpos de agua creaban el hábitat ideal para los mosquitos trasmisores de la fiebre amarilla. Su proximidad a ciénagas y pantanos que circundaban la ciudad la hacia vulnerable, y por ello, la población padecía en ocasiones de “…asmas y fiebres intermitentes…”. Algunos viajeros visitantes a la isla y a la región matancera, como Abiel Abbott en 1828, notaron la importancia de los lugares insalubres que atraían, como la fiebre, el dengue y el cólera. En ese sentido, la gobernatura matancera, desde el arribo de Juan de Tirry y Lacy, se disponía en reducir los “…terrenos cenagosos que yacen infectos a orilla de los ríos (…) y cuyas desecaciones interesan tanto a la salud de sus vecinos…”. El clima fue igualmente un factor determinante. En ocasiones, los brotes seguían momentos de severa sequía o torrenciales aguaceros, como fue un caso en marzo de 1850.

Los documentos amontonados del Registro Civil del Juzgado Municipal de Matanzas, el Hospital de Caridad San Nicolás, Santa Isabel, Secretaría de la Junta Subalterna de Sanidad de Matanzas, y las oficinas de doctores privados proveen extenso registro de las defunciones acaecidas en la ciudad. Entre los médicos que aparecen registrados en las actas se encuentran Francisco R. Ansorana (¿?), Francisco Casals, José Carbonell y Manuel Zambrana y Navia.

Uno de los brotes que figura pronunciadamente en la documentación fue el de la década de los 1870s y 1880s. Las actas de defunciones registraron el fallecimiento de personas de todas las edades. Entre los difuntos se encontraron también extranjeros e inmigrantes. El 24 de julio de 1878, el galeno Casals registró la defunción de Franklin Shute de 48 años, quien era capitán del buque norteamericano “J. H. Lane”. Su cuerpo fue inhumado en la ciudad con un barril de ron – según había deseado el fallecido -, para después ser trasladado a los Estados Unidos.

Acta de defunción de Franklin Shute, norteamericano fallecido en Matanzas por fiebre amarilla. Acta firmada por el Dr. Juan Casals en 1878. (cortesía del autor).


Otro sería Josefa Reyes y Rodríguez, viuda de 96 años, procedente de Canarias – registrada por el Doctor Zambrana el 9 de diciembre de 1886.

Acta de defunción de Josefa Reyes y Rodríguez, viuda de 96 años, fallecida en Matanzas por fiebre amarilla. Acta firmada por el Dr. Manuel Zambrana, en 1886 (cortesía del autor).


Entre el 31 de marzo de 1859 y el 30 de junio de ese mismo año, el Hospital de Caridad de San Nicolás reportó 21 y 62 enfermos de fiebre amarilla y solo cinco muertos, en esos años respectivamente. Entre el primero de mayo de 1861 y el primero de septiembre de 1862, el Hospital Militar de Matanzas reconoció un total de 262 pacientes recuperados de fiebre amarilla, 242 fallecidos, y 20 aún enfermos. El año anterior se habían tratado un total de 148 pacientes.

No fue hasta 1881 que el eminente científico cubano Carlos J. Finlay identificó al mosquito como el principal vector de la fiebre amarilla – siendo el primero en hacerlo ante la Academia de Ciencias de Cuba el 14 de agosto de ese año. Finlay se interesó por la fiebre amarilla desde 1858. Su sabiduría lo llevo a realizar importantes descubrimientos bacteriológicos sobre el cólera morbo asiático en 1865, que precedieron los del mismo Koch y otros científicos importantes de su época.

En 1884 expuso y defendió su trabajo titulado “Fiebre amarilla experimental comparada…” a la Sociedad de Estudios Clínicos de La Habana. Sus investigaciones en los campos de la bacteriología y la epidemiología se extendieron hasta su muerte en 1915. Su importante descubrimiento sobre la trasmisión de la fiebre amarilla ayudaría a Ronald Ross identificar al mosquito como el vector de la malaria – en 1898 – y en 1906, a Bancroft, de que también lo era del dengue. De esta manera, sus esfuerzos científicos llevaron a la erradicación casi total de la enfermedad en la isla en las primeras décadas del siglo XX, y luego en otras partes del mundo. Según los propios informes de C. J. Finlay, la fiebre amarilla fue erradicada de Cuba como enfermedad mortal desde 1907 – siendo Matanzas entre las primeras de la isla que quedó libre de ella.


Cita Recomendada

Orihuela, J. 2020. Epidemias de Fiebre Amarilla en Matanzas durante el siglo XIX. Librínsula: Revista Digital de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, No. 398 (Imaginarios): 1-7. 

Publicacion tomada de Librínsula: Revista Digital de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, No. 398 (Imaginarios). Accecible aqui


Bibliografía

Archivo Nacional de Cuba (ANC), el Fondo de la Junta Superior de Sanidad, el Fondo del Gobierno General.

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Imprenta Marsal: Matanzas.

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Betrán, J. L. (2006). Historia de las Epidemias en España y sus Colonias (1348-1919). Esfera de los Libros: Madrid.

Carbonell and Rivero, J. M. 1928. La Ciencia en Cuba. Evolución de la Cultura Cubana. Montalvo y Calvo, La Habana.

Coloma y Garcés, R. de (1834). Cólera-Morbo Epidémico. Imprenta de Ramón Howe: Cádiz.

Finlay, C. J. (agosto 1908) “Government Activities: The Date of the last occurrence of yellow fever in Cuba by provincias” The Cuban Review, Vol. VI (9): 12.

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Marrero, L. (1980). Cuba: Economía y Sociedad (Vol. 8). Editorial Playor S. A.: Madrid.

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Saco, J. (1858). Colección de papeles científicos, históricos, políticos, y de otros ramos sobre la isla de Cuba. Imprenta de D’Aubusson y Kugelmann: Paris.

Vento Canosa, E. (2002). La Última Morada: Historia de los Cementerios en Matanzas. Ediciones Matanzas: Matanzas.



viernes, 5 de junio de 2020

Francisco Pérez: un ingeniero mulato y criollo en Cuba a finales del siglo XVII

Hoy queremos hablarles de un personaje importante en la historia de Matanzas, pero del cual se conoce poco. Aquí les presentamos una breve, pero gustosamente documentada biografía que nos permite un acercamiento a la larga y productiva carrera de este arquitecto militar cubano.

El boceto biográfico original aparece publicado en Librínsula, no. 396 de la revista de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, bajo el acápite de “Nombrar las Cosas” – disponible aquí. El documento completo, con todas las citas requeridas, esta disponible de gratis en ResearchGate y Academia.edu. 

Sin más preámbulo, aquí va una transcripción de la publicación:

["...Francisco Pérez fue un mulato libre, natural de Santiago de Cuba, con una larga trayectoria en la arquitectura militar cubana de finales del siglo XVII. A través de su carrera trabajó en las obras más importantes de la isla, y sirvió junto a múltiples arquitectos e ingenieros militares por casi medio siglo. Lamentablemente, de su vida se conocen pocos detalles.

Nacido esclavo, adquirió su libertad y llegó a La Habana en 1650 como mulato libre. En 1666 fue examinado y aprobado para la plaza de arquitecto por el arquitecto de las obras reales de Madrid, Juan Torisa. Desde finales de esa década trabajó como aprendiz y discípulo de Juan de Síscara Ibáñez, sirviéndole de administrador de las obras habaneras, como la muralla. Adquirió el título de “Maestro Mayor de Arquitecto y Alarife” con el favor real y el asentimiento de varios gobernadores a finales de 1679. Antes, había aspirado a puestos de “medidor de tierras” y agrimensor. Con este título trabajó en las murallas entre 1684 y 1690, bajo la tutela de Síscara. Confeccionó planos como el que realizó para el Colegio de la Compañía de Jesús.

Francisco Pérez jugó un papel especial en los proyectos de fortificación de la bahía de Matanzas. Colaboró con Síscara en los proyectos de los gobernadores Ledesma, Córdoba, Viana y Manzaneda, con quienes realizó varios viajes de inspección y sondeo de la bahía entre 1681 y 1690. Para el gobernador Viana, en 1687, había ayudado a terminar un baluarte de la muralla habanera y acudido a la bahía de Matanzas con 50 obreros y un cantero. Sobre el terreno que luego sería ciudad, abrieron una cantera y construyeron un horno de cal para comenzar las labores de fortificar la bahía; proyecto que quedó paralizado. En enero de 1690, acompañó al gobernador Severino de Manzaneda, ingeniero militar Juan de Síscara y el piloto práctico de costas, Francisco Romero, a realizar un detallado reconocimiento del terreno -como el Corral de Yumurí - y sondeo de la bahía, en pos de adelantar este proyecto. Francisco Pérez participó en las mediciones y otros sondeos del terreno en 1690, pero no en 1693, para cuando estuvo involucrado en las obras santiagueras.

Al morir Síscara Ibáñez en diciembre de 1690, regresó a Santiago de Cuba, donde trabajó como arquitecto de obras militares en el Castillo de la Roca de San Pedro. Allí, el gobernador de Santiago de Cuba, Juan de Villalobos, con cierto apoyo limitado de Severino de Manzaneda, advocaron para que se le honrara al “ingeniero pardo” con el título y plaza de ingeniero militar de la isla, la plaza vacante de Síscara. Villalobos estipuló al Rey que Pérez era un ingeniero “experimentado” y de “suficiencia”, sumándole una pisca del racismo discriminatorio común de la época al decir que “…aunque su color es pardo, las obras, modestia, capacidad y buenos procedimientos son muy blanco…”.

En 1691, Manzaneda había informado la muerte de Síscara e indicado la necesidad de un reemplazo con la mayor brevedad con el fin de dar comienzo a la fortificación de Matanzas, para el cual consideraba a Pérez apto: “y lo tengo por abil”. Pero a pesar del patrocinio, el 9 de junio de 1692, la Junta de Guerra decidió darle la plaza al sargento mayor Juan de Herrera y Sotomayor, quien llegó a La Habana a tomar posesión de su nuevo cargo el 30 de octubre de 1692.

Quizás en la decisión de la Junta influyeron algunos antiguos criterios. En 1675, bajo la gobernatura de Ledesma, el obispo Díaz Vara Calderón prohibió todo tipo de fiestas en la isla, y en especial, en la ciudad de La Habana. En una noche de vigilancia, a “una cuadra del cuerpo de guardia del gobernador, encontraron un baile muy concurrido o deshonesto en la casa de Francisco Pérez, mulato libre, que ordenaron cesara” inmediatamente. La real naturaleza de la fiesta no se recogio en el documento, pero fue sin duda fuente de algun escandalo. A finales de 1689, el gobernador Viana Hinojosa se había quejado de Pérez, diciendo de él que era “muy flemático”, “no sirve”, “y nada ahorrativo en las obras que hace”. Además, que consideraba su sueldo excesivo, sumando “que este fue esclavo y goza un sueldo tan considerado como es de mil 072 pesos anuales”. Manzaneda también creyó excesivo su sueldo en 1691, y pedía que se le rebajara una tercia parte, pero que se le diera la plaza de Síscara. La Junta acordó aprobarle la plaza que poseía y seguirle pagando su sueldo, pero no la posición de ingeniero militar de la isla por ya tener nombrado un ingeniero.

En 1695, Francisco Pérez suplicaba que se le pagara el sueldo que se le debía por los cinco años desde que había comenzado a trabajar en el Morro de Santiago, informando que para entonces había cumplido 48 años de servicios, de los cuales 32 habían sido a salario y 16 a sueldo. No sería hasta 1697 que se ordenara pagársele los atrasos.

Desde mediados del siglo XVII venía creciendo una importante incorporación de criollos en puestos eclesiásticos y militares - los más elevados de la pirámide social de Cuba colonial. Pero esto no fue sin resistencia de la metrópolis y peninsulares. Como ejemplo en 1660, el comisionado general de Indias, Andrés de Guadalupe, le comentaba insultado al Rey sobre la petición de Gabriel Díaz Baza Calderón, obispo de Santiago de Cuba, de que se les permitiese a los criollos alcanzar el título de sacerdotes.

Francisco Pérez, el criollo ingeniero pardo, falleció en la ciudad de Santiago de Cuba en 1710 sin mayor título. Quizás más que su mestizaje, sueldo o anfitrión de exuberantes fiestas exóticas, fue ser criollo lo que le impidió alcanzar la plaza de ingeniero de la isla, una plaza, que entonces, como casi toda plaza militar o gubernamental de alto nivel, era reservada solo para peninsulares..."]


Cita recomendada: 

Orihuela León, J. (junio 2020). Francisco Pérez: El ingeniero pardo y criollo. Librínsula: Revista Digital de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, no. 396: 1-4 (Nombrar las Cosas). 





lunes, 1 de junio de 2020

La búsqueda del mítico Yucayo a través de la arqueología matancera

Memorias de la Ciudad, publicación mensual de la Filial de Cárdenas y la Oficina del Conservador de Matanzas, nos acaba de publicar en su más reciente número (junio 2020, no. 24), un breve resumen de unos de los capítulos que integran nuestra nueva obra “Matanza de Yucayo: Historia y Mito”. Nuestros análisis – después de casi una década de intensa investigación - estarán muy pronto disponibles a través de la editorial Aspha (Buenos Aires, Argentina: ISBN-9789873851278).

En ella, se presenta un minucioso análisis y evaluación de fuentes documentales que recogen la famosa “matanza de Yucayo”, que supuestamente tuvo lugar en una bahía llamada “Guanima”; siendo este uno de los presuntos hechos más singulares ocurridos entre indocubanos e hispanos antes de la conquista de Cuba, comenzada en 1511 y, considerado por algunos, como el primer indicio de rebeldía aborigen contra las huestes conquistadoras.

Según cuenta la tradición, náufragos españoles fueron asesinados por los nativos de un poblado nombrado “Yucayo” y que a razón de esa “matanza”, quedó establecido el nombre de la región que hoy comprende la provincia, municipio y bahía de Matanzas. Sin embargo, con los documentos que se cuentan hasta el momento no se puede asegurar científicamente la ocurrencia de los eventos en la zona, ni siquiera el nombre de la aldea o la correspondencia de “Guanima” con la bahía de Matanzas, a pesar de estar cartográficamente asociadas desde la segunda década del siglo XVI.  Luego, en el siglo XIX, varios historiadores establecieron estas suposiciones con cuestionable o muy poca evidencia documental.

La “matanza de Yucayo” constituye ciertamente un acontecimiento histórico controvertido. Ya desde el siglo XIX se consideraba por algunos investigadores como escasamente verídico. Otros la defienden hoy a capa y espada. Nosotros proponemos que, de ambas maneras, el relato contiene matices de eventos históricos que pueden ser verificables. No obstante, después de una larga argumentación, nuestras conclusiones implican un reajuste importante en varios aspectos de esta historia local, la que por casi doscientos años se ha venido repitiendo de manera irrefutada y alcanzando tonos profundamente cimentados en la identidad de los matanceros.

Uno de estos ha sido, ya desde el siglo XIX, la sobreimposición del “Yucayo” en la ciudad de Matanzas. ¿Pero qué evidencia arqueológica existe que refute o reafirme esta hipótesis? Esa ha sido la pregunta básica que analizamos en el Capítulo 6 de nuestro próximo libro, presentado hoy, brevemente, en las Memorias de la Ciudad.

Espero que lo disfruten e inciten la curiosidad por una de nuestras más antiguas historias, considerada  por algunos como leyenda.

Está disponible a descargar con mayor resolución aquí.



Esta está disponible a descara con mayor resolución aquí.


sábado, 16 de mayo de 2020

La gran epidemia de Cólera en Matanzas del siglo XIX

La revista digital de la Biblioteca Nacional de Cuba “José Martí” – Librínsula – acaba de publicar su número 395 en cuyas páginas se incluye un importante aporte a la historia de las epidemias en la isla. Particularmente, se aporta una colección de nuevos documentos y bibliografías que permiten un detallado acercamiento – desde los mismos documentos de la biblioteca – a la epidemia del cólera durante el siglo XIX en Cuba. Me enorgullece haber podido contribuir con un breve artículo sobre el efecto de esta virulenta epidemia en la ciudad de Matanzas. Aquí les comparto el enlace para los curiosos y lectores interesados en nuestra historia común. Véase el acápite titulado “Imaginario” – aquí. No se lo pierdan.

Para cumplir con nuestro ideal de llevar las noticias del mundo académico al alcance de todos, aquí compartimos fragmentos de ese artículo. Para la citaciones pertinentes y material utilizado, véase el articulo original.

"[ El cólera o cólera morbo asiático

Varias epidemias de cólera ocurrieron en Cuba durante todo el siglo XIX. El brote más devastador y fatídico fue el de 1833, para la que se estiman varias docenas de millares de defunciones a través de la isla. La contabilidad exacta es todavía desconocida. El cólera —también conocido en la época como cólera morbo o cólera morbo asiático— es causado por la bacteria Vibrio chlorae que habita en agua contaminada, aguas cloacales, insalubres y carne de pescado sin cocer. La infección del bacilo o vibrión colérico tiende a concentrarse en el intestino delgado, causando emesis severa, diarrea, espasmos musculares, fiebre y deshidratación. La infección produce una decoloración azulosa o cianótica característica en la piel del enfermo.

Hubo brotes epidemiales de cólera en los años de 1821-1823, 1830-1835, 1854, 1863, y 1882-1886. La más famosa y de mayor mortandad fue la del 33’. La epidemia se desató en el norte de África hacia 1819, desde donde se esparció por Europa causando estragos allí en 1830. De Europa llegó a Norteamérica un par de años después (1832), desde donde pasaría a Cuba. Para ese año, se publicaba en La Habana “Dos Memorias Acerca de la Epidemia Impropiamente llamada Cólera-Morbo”, traducidas al español por José de la Luz y Caballero, de un tratado alemán de la autoría de Blumenthal y Rathke. Con su publicación la gobernatura de Cuba tenía la intención de dar a conocer de antemano la epidemia que se esparcía por el planeta. En la obra se apuntaba, además, medidas que se debían tomar para ahuyentarla.


El cólera no se manifestó en La Habana hasta principios de 1833. Para febrero, ya había llamado la atención y se discutía en la Junta de Sanidad, según quedó registrado en sus actas. Las noticias llegaron pronto a la metrópoli. El primer caso había sido un enfermo de San Lázaro, el cual se vio afectado por la enfermedad el 25 de febrero. Otros afirman que fue el Dr. Manuel Piedra quien detectó el primer caso entre los esclavos del cafetal Santa Teresa, del propietario Francisco Calderón. El Diario Extraordinario de La Habana anotó para marzo la precaria situación en la ciudad, donde se acumulaban los cadáveres y el número de afectados. En julio, el secretario del Gobierno General, M. Díaz de la Quintana, reportó para la prensa del momento el “carácter epidémico” de la situación y propuso una cuarentena. Según Quintana, era preciso “…poner en vigor todas las reglas de preocu- pación contra una funesta epidemia y adoptar cuantas medidas sanitarias…” fueran necesarias. Se imponía a la población una estricta vigilancia de los depósitos de víveres “…de toda clase y los mercados públicos…”. Se le prestaría especial atención a la limpieza de los “…conductos de agua, pozos inmundos, sumideros y alcantarillas…” más los desechos animales, carnicerías, pescaderías y demás, para ahuyentar la putrefacción. Se ordenaba inspeccionar los buques recién arribados al puerto, especialmente los procedentes del Mediterráneo y Norte de Europa: “…los buques que por sus circunstancias no deban ser admitidos (…) pasaran a un lazareto a cumplir cuarentena en el cayo – ‘Duam’ en Santiago de Cuba…”. 

Para expurgar las mercancías se habían instalado pontones sanitarios. Ya en 1832, basados en la experiencia de la epidemia en Europa, Blumenthal y Rathke habían sugerido fumigar las mercancías y los buques “…con la incomunicación más estricta…” y los rigores de las “…leyes de cuarentena…”. Una fuerte cuarentena, seguida con rigor militar, fue impuesta desde el 9 de enero hasta el 19, como medida sanitaria. 

Según Saco, en la ciudad de La Habana el cólera cobró 8615 muertes, o un 7.1% en una población de 120,000 habitantes. De los afectados, el 68% fue la población de descendencia africana. En el ingenio Aldama murieron más de 700 esclavos. Según Pezuela, el cólera cobraría unas 30,000 víctimas en toda la isla, de los que 20,000 eran esclavos. Una comisión de académicos de la Universidad de La Habana, años después, apuntaron sobre el efecto de esta epidemia sobre la clase esclava que por "…cuantos poseen en Cuba esclavos hubieron podido libertarlos del terrible azote de las epidemias que desde 1833 se han domiciliado en esta isla…" Resulta curioso que el Diario de la Marina del 3 de diciembre de 1833 no hace alusión a ningún caso significativo en la Salud Pública. De todos los otros brotes de cólera en Cuba, solo la de 1853 alcanzaría una mortandad similar.

A finales de marzo llegó el cólera a la ciudad de Matanzas. El resultado fue devastador. José A. Saco llegó a considerar que ninguna ciudad en Cuba había “…sufrido tantos estragos como Matanzas…”. Según el historiador matancero Pedro A. Alfonso, esta epidemia causó “…horrorosos estragos…” en la población de la ciudad, y el triple o más en la población rural. Los más afectados fueron las clases pobres y esclavas. A pesar de los esfuerzos sanitarios del gobernador Francisco Narváez de Bórdese, la epidemia se propagó rápidamente, resultando en más de 3000 defunciones en menos de tres meses, aunque el número exacto se desconoce. De los libros de entierros se registraron solo 1920 fallecidos, pero se estima que en la mayoría de los casos —en especial las defunciones en la población esclava y pobre— no quedó constancia o registro fideningno. Entre los meses de mayo y junio el número de inhumaciones al día llego alcanzar entre veinte y veinticinco. La cantidad de víctimas cobradas por el cólera en la ciudad sobrepasó la capacidad del camposanto, obligando a inhumar en cementerios improvisados. Uno de estos, localizado hacia las afueras de la ciudad, llegó a conocerse como “del cólera” o de los “coléricos”. Excavaciones en las casas localizadas en esas manzanas aún producen osamentas y artefactos de aquellos entierros.


El estado de algunos enfermos empeoró por la venta de farmacéuticos falsos que prometían “preservar” contra la epidemia. Algunos apotecarios y farmaceutas vendieron al público medicinas que no estaban comprobadas. El tribunal de Protomedicato incurrió justicia "…para cortar los abusos de algunos farmacéuticos en la venta de un empasto llamado preservativo contra el cólera morbo…"

En marzo de 1834 se publicó en Cádiz el tratado del doctor Ramón de Coloma y Garcés titulado “Cólera-Morbo Epidémico” basado en las observaciones realizadas en las ciudades de La Habana y Matanzas durante la epidemia. Coloma había sido médico del Hospital Militar y el Hospital de la Caridad en la ciudad de Matanzas, y trató pacientes cuando la epidemia causó estragos en la ciudad. Esto le permitió ser testigo de primera mano del cólera en Matanzas.

Según Coloma, la ciudad había gozado de “…la más completa salud…” desde noviembre de 1832. Los primeros enfermos de cólera en Matanzas se descubrieron entre el 20 y el 25 de marzo; a casi un mes después que en La Habana. La enfermedad se esparcio rápidamente por la ciudad, y para el 28 de marzo ya había invadido el centro. Abril fue funesto, porque comenzaron también a enfermarse los galenos que atendían a la población. Entre el 4 y el 11 de abril, un nuevo brote recaló sobre la población. Hacia mediados de mayo “…empezó a calmar su furia [el cólera], presentándose entonces algunos casos de fiebre amarilla…”; enfermos que luego comenzaron a presentar síntomas del cólera. A estos, se les aplicaban sulfatos de quinina como tratamiento, y en la ciudad de enforzaban rigurosas leyes sanitarias de “…incomunicación y aislamiento…”

El tratamiento de los médicos estaba dividido en bandos de diferentes opiniones. En una ocasión, un inglés, al que Coloma no nombra, proponía como tratamiento hacer lavados intestinales creyendo que allí se alojaba la enfermedad. Algunos postularon que ya desde 1832 se había registrado casos, y que los del 1833 no fueron más que el seguimiento de la misma pandemia. Coloma había escrito un artículo en el periódico de La Aurora de Matanzas donde debatía que, aunque los enfermos presentaban fiebres y vómitos similares, no portaban la piel azul o cianosis característica del cólera. Aquellos primeros contagiados fueron, según el Dr. Coloma, “…gentes infelices…” del barrio de Yumurí. Coloma, como mucho de los médicos de la época, consideraban que la enfermedad emanaba de los barrios indigentes, creando el “foco” epidémico, desde donde “…los cuartos poco ventilados…” despedían “…un hedor bien repugnante…”.

Coloma y otros médicos consideraban que la topografía de la ciudad contribuía al fomento de la enfermedad, por estar rodeada de montañas, ciénagas y pantanos cercanos a la población: “…cuyas márgenes se hallan inundadas de pantanos y ciénagas…”. Por ello, muchas de las familias pudientes huyenron a los aires más limpios del campo. Pero hasta allí también alcanzo el cólera.


La epidemia perduraría – aunque mermando con casos aislados – hasta por lo menos 1836. Los casos de las décadas consecutivas – con excepción de la del 1853-54, no fueron tan severos. El historiador Quintero recoge un brote en Matanzas que sucedió justo después de un torrencial aguacero el 30 de marzo de 1850. Este nuevo arribo del cólera en Matanzas fue declarado oficialmente el 19 de abril de ese año. Para finales de 1851, el gobernador de La Habana informaba a la Junta Superior de Sanidad de la Isla sobre nueva incidencia de cólera en la región, con casos demostrativos desde el mes de julio. Otros casos se reportarían en los años siguientes. En Matanzas, el doctor José de Carbonell informó al brigadier presidente de la Junta Subalterna de Sanidad de Matanzas para julio de 1853 sobre el estado y número de "…atacados por cólera morbo asiático y muertos de este mal, según parte de los facultativos, en esta ciudad y sus barrios extra-puentes y comparación de las defunciones…" con otras de años anteriores. Estas estadísticas demostraban que, de un total de cincuenta contagiados de cólera, registrados entre julio 5 al 26 de 1853, dieciocho habían muerto mientras que 122 fueron enterrados en el “Cementerio General”. Aunque no se explica esta discrepancia entre estas dos entradas, se indica que en 1852 había habido 61 más. Las mayores defunciones habían ocurrido hacia finales del mes.

El cólera de estos años decimó, además de la población civil, a los soldados y forzados del castillo, la tropa y comerciantes que estaban de pasada en el puerto de las ciudades de Matanzas y La Habana. En Matanzas, los registros de los hospitales militares permiten una idea de las afectaciones causada a los militares entre 1834 y 1862. El 16 de septiembre de 1834, el gobernador y subdelegado de la Real Hacienda – José García – registraba la muerte del soldado de la sexta compañía del regimiento de in- fantería, Antonio Rus (quien había estado instalado en el Castillo de San Severino) en el hospital militar de la ciudad.

La cura del cólera vino con la identificación del vibrión colérico por el científico Robert Koch en 1883. Su erradicación práctica trajo medidas sanitarias vitales para la salud pública como el agua lim- pia y la higiene general – que también ayudaron restringir otras epidemias como la fiebre amarilla -, a lo que luego siguieron vacunas. Para finales del siglo, Cuba recibió apoyo científico y donativos para combatir ambas epidemias. En una ocasión el doctor Déclat, de Paris, donó “…una caja de cien frascos…” de medicinas, y varios artículos científicos sobre el avance médico en el campo de las epidemias y salud pública. Por lo general, los médicos y científicos cubanos estaban bien informados y al tanto del avance de la ciencia en el mundo.

En 1832, a casi un año antes de la devastadora epidemia de 1833, el sabio José de la Luz y Caballero reflexionó – casi proféticamente - sobre la posibilidad de un brote más severo en el futuro y lo que ello implicaría para la población:

"…y si nos sorprende a despecho de nuestra vigilancia? ¿Y si se introduce furtivamente en el seno de la patria, sembrando la desolación y la muerte en medio de nuestros hijos, de nuestras madres, de nuestras esposas?…"

Palabras que tienen similar resonancia con el estado de alerta en que vive el mundo actual con el Covid-19. ]"


Cita recomendada:

Orihuela León, J. (mayo 2020). Virulencia y mortandad: el cólera en Matanzas durante el siglo XIX. Librínsula: Revista Digital de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, 395: 11-18. 





jueves, 16 de abril de 2020

Dos nuevos casos de homicidios históricos en Matanzas

El estudio del crimen y violencia no son tema extensamente tratados por la historia clásica local de Matanzas. Aquí les queremos presentar un nuevo, aunque breve aporte, para el estudio de esta interesante – y mundana – faceta de la condición humana. La pieza que compartimos fue recientemente publicada en la revista de la Biblioteca Nacional de Cuba “José Martí”, Librínsula, la cual presentan una muy variada serie de artículos de índole histórica y documental.

Sin mas preámbulo:

"...Homicidios durante el período colonial en Matanzas: dos casos tempranos


Los documentos históricos recogen una amplia gama de asuntos referentes a la condición humana y la complejidad de la sociedad. En diversos casos, un solo documento puede tratar sobre múltiples temáticas, desde religión a piratería, economía hasta homicidio; pero todos permiten rescatar, aunque sea un efímero matiz de la complejidad social y aspectos de la vida en el pasado. En esta breve nota se discuten dos casos inéditos de homicidio en el entorno matancero. Estos anteceden al “primer caso de homicidio” documentado en la historia de la región. La información de estos documentos inéditos contribuyen al estudio del homicidio, la violencia y la justicia penal de la región matancera en los siglos XVII y XVIII.

Según la historiografía clásica local, el primer registro de homicidio de la ciudad fue el caso de José Quintana, en enero de 1778 —un caso calificado de pasional. El trinitario de “tierra-adentro”, José Jiménez de cuarenta años, había establecido una relación ilícita con la esposa de Quintana— Antonia de Usiga y Gálvez de veinticinco años. Jiménez, con planes de darle una mejor vida y llevársela “vuelta arriba”, asesinó brutalmente a Quintana.

El cuerpo de Quintana fue encontrado en el paso de Barroso, cerca de la hacienda del Conde de Gibacoa, en un espeso cañaveral al margen del río Cañas, en las afueras de la ciudad. José Antonio Martínez, hacendado local, descubrió el cadáver de Quintana parcialmente vestido en el agua. En la cabeza observó una fuerte contusión, una herida que le atravesaba el tórax y una roca muy pesada atada al cuello del cadáver que impedía que el cuerpo flotara en el río. El cuerpo aún preservaba un rosario de Jesús María al cuello. El cadáver fue examinado en la ciudad por el cirujano de batallón de milicias José Montoro, quien determinó que la herida del torso había sido realizada con un instrumento afilado y punzante.

Los amantes, Usiga y Jiménez, fueron capturados e interrogados. La pareja fue aprisionada en calabozos separados, en la batería de costa de San José de la Vigía; ambos con grilletes y al cepo. Sin experiencia de jurisprudencia, los caballeros Rodríguez y Castillo intentaron defender a los reos en los meses venideros. Sobre el proceso judicial procedió como juez Juan Gómez, alcalde ordinario de la ciudad. El proceso de interrogación llamó a testificar a varios vecinos y conocidos, todos cuyos testimonios fueron recogidos en las actas capitulares de la ciudad, luego extensamente relatado en la obra del Pedro A. Alfonso aquí citada.

Al final, Jiménez confesó al crimen, el cual dijo haber realizado el 12 de enero de 1778. Le había dado con una roca pesada en la cabeza a Quintana y luego atravesado el pecho con un machete. José Jiménez fue ejecutado en la horca el 4 de septiembre de 1778. Su cuerpo fue decapitado, y la cabeza exhibida al público en una estaca a la entrada del pueblo como ejemplo. En las palabras del historiador Alfonso, las acciones de Jiménez demostraron una crueldad y mutilación inaudita, cuya “sangre homicida manchase por primera vez el suelo matancero”.

Pero sin duda, este no sería el primer caso, o siquiera el primer caso registrado de homicidio o criminalidad en aquella región. Hay por lo menos dos ejemplos anteriores: uno en 1641 y otro de 1739. El del siglo XVII corresponde a Luis Martín de Casanova Maldonado, piloto del navío El Pájaro, quien murió de complicaciones de un balazo recibido en el puerto de Matanzas. Estando “herido de bala” redactó un testamento donde se destacan los detalles de este evento.

[...] En el paraje del puerto de Matanças, en la mar, en la urca San Nicolas de S. M. de la dicha urca es capitán don Jao. [abreviatura ilegible] de [ilegible], caballero de la orden de Calatrava

El testimonio fue recogido “en la dicha nao”, el 8 de abril de 1641, mientras se salía de la bahía de Matanzas. Los testigos redactores fueron Thomas Peláez como escribano y Pedro Martínez de Angulo, el capellán de la embarcación. “El piloto del navío El Pájaro dijo que por cuanto estaba herido de un balazo… su ánima y conciencia quería hacer una memoria de su testamento… estando [aún] en entero juicio…”. ¿Pero por qué no identificarse al culpable o los detalles de su situación? ¿Fue intencional el disparo o accidental? Lamentablemente, los documentos no ofrecen detalle alguno sobre los sucesos, o cómo fue que este piloto quedó en esta situación. Al parecer, Maldonado fue un piloto pudiente, pero muy endeudado. ¿Puedo esto también ser motivo? La muerte alcanzó a Maldonado en el mar, rumbo a La Habana, donde se notarizaron los documentos el 11 de abril de 1641.

Testamento de Luis Martin de Casanova, piloto del navío El Pájaro, herido de bala en el Puerto de Matanzas” Albacea: Juan de Alemán. Firmado el 8 de abril de 1641 en la Nao San Nicolas (Archivo General de Indias/Casa de Contratación, 403, N. 2).

El segundo novedoso ejemplo aparece recogido en las Actas Capitulares de la Ciudad de Matanzas, reunión del cabildo del 19 de mayo de 1739. En esta acta se recoge, de manera muy incidental, un homicidio ocurrido en la ciudad. Lorenzo Carvajal, quien era vecino de La Habana pedía merced del cabildo para que se le otorgara

[...] el solar que linda por una parte con Francisco Gómez, y por el fondo con Juan German, el cual dicho solar hubo por merced de SS a Esteban Benítez, el que abandono por el homicidio que hizo en esta ciudad…[sic].

De esta entrada queda claro que Esteban Benítez había abandonado el lote por un homicidio que había hecho en la misma ciudad. Pero los detalles de este homicidio igualmente quedaron fuera del registro y lejos ahora del rescate histórico. Evidentemente, estos dos casos anteceden el caso de 1778 y deja mucho que cuestionar sobre el registro criminal de la región, antes como después de la fundación de la ciudad.

Los tres casos representan ejemplos diferentes de homicidio, violencia o criminalidad. El de 1641 es un caso prefundacional, quizás relacionado con las actividades de comercio ilícito que se realizaban en la bahía de Matanzas. Pudiera aventurarse la hipótesis de que estas naos se encontrasen en trámites del comercio ilícito o tuvieron algún encuentro con un barco pirata. Y por eso, terminara Maldonado herido, a bordo de otra embarcación. ¿Por estar involucrado en la piratería condicionó a que no se mencionara nada oficial al respecto? Aunque estas son claras suposiciones, no sería muy descabellado suponerlo, dado que el rescate y el filibusterismo ocurrían con frecuencia y fama en la bahía de Matanzas. No obstante, nada de los detalles quedó registrado en el escueto testamento o los pocos documentos posteriores. Lo cual también da mucho que suponer. Otra razón a este homicidio pudiera ser el intento de rescate de plata perdida en la bahía en momentos anteriores. Por ejemplo, en 1629, Pedro de Armenderos y Guzmán, contador de la Real Hacienda, informaba al Rey sobre

[...] que antes que el enemigo saliese de Matanzas… se habían hechado al mar mucha plata, oro y jollas, por estar en la mira de muchas personas interesadas esperando que se fuese el enemigo para sacarla con buzos [sic]...

refiriéndose quizás a los desechos de la Flota de Benavides, tomada por los holandeses en 1628. El evento de 1641 pudieran estar asociado también a alguna riña personal abordo, transacción de mercancía en la bahía, o contra algún asalto pirata. Pero por lo general hay poco apoyo documental sobre este caso singular.

El caso de 1739 tampoco aporta mucha información, pero pudiera referirse —como el de 1778— a algún vínculo pasional (celos como motivación), traición, u otro delito del sector social. Matanzas en la primera mitad del siglo XVIII, e inclusive hasta casi finales de este, fue una comarca pequeña, con exiguo desarrollo económico y una demografía fluctuante. La pobreza, el clima, y las enfermedades diseminaron parte de la población, incitando a muchos desertar la ciudad y probar suerte en otras regiones. En casos registrados de otras décadas, se ha señalado el efecto de tormentas y huracanes —ante la existente pobreza— que también incrementaron el robo y la violencia entre los vecinos.8 ¿Pudiera estar relacionado alguno de estos homicidios con estos factores?

Lamentablemente para estos temas quedan más preguntas que respuestas. En la investigación nunca el dato preestablecido resulta definitivo; en muchas ocasiones aparece un documento nuevo, una cita, referencia, o fragmento que cambian el panorama, o por lo menos el conocimiento establecido hasta el momento. La extensión del registro histórico está regida por las costumbres del momento, la idiosincrasia y las circunstancias. Por ende, es altamente improbable que estos dos casos aquí presentados sean los únicos de su estilo y su tiempo. El gran monto de homicidios no reportados o registrados en la historia de la Cuba colonial es quizás exponencial, e imposible de rescatar en su totalidad..."

Cita recomendada:


Orihuela León, J. (2020). Homicidios durante el período colonial en Matanzas: dos casos tempranos. Librínsula: Revista Digital de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, no. 394: 1-5

Referencias



ALFONSO, P. A. (1854). Memorias de un Matancero: Apuntes para la Historia de la Isla de Cuba con Relación a la Ciudad de San Carlos y San Severino de Matanzas. Imprenta Marsal, Matanzas.

ESCALONA, MARTHA S. y S. T. HERNÁNDEZ GODOY (2008). El Urbanismo Temprano en la Matanzas Intrarrios (1693-1840). Ediciones Matanzas, Matanzas.

MARTÍNEZ CARMENATE, U. (1999). Historia de Matanzas, Siglos XVI-XVIII. Ediciones Matanzas, Matanzas.

ORIHUELA, J., VIERA MUÑOZ, R. A., y PÉREZ OROZCO, L. (2019). Demografía fundacional de San Carlos de Matanzas en la inmigración canaria al occidente de Cuba a finales del siglo XVII. Revista Islas, 61(193):63-96.

ORIHUELA, J. y PÉREZ OROZCO, L. (en prensa, 2019-2020). Impacto de los fenómenos climáticos en la historia de Matanzas, Cuba (1690-1876). Revista Islas.

VENTO, E. (2002). La Última Morada. Ediciones Matanzas, Matanzas.