domingo, 12 de octubre de 2025

El silencio de los huesos y el mito del huracán de 1730: revisitando historia de la iglesia fundacional de San Carlos de Matanzas

 

La historia de la primera iglesia de San Carlos de Matanzas es, hoy, mucho más precisa y a la vez más incómoda que el relato sencillo con el que muchos crecimos. Durante siglos se repitió que el templo se construyó poco después de la fundación de la ciudad en 1693, que fue destruido por un gran huracán el 19 de octubre de 1730 y que luego fue reemplazado por la actual catedral. La lectura crítica de los documentos y, sobre todo, las excavaciones arqueológicas realizadas entre 2010 y 2014 han mostrado que esa secuencia es incompleta y, en puntos clave, sencillamente incorrecta.

La primera iglesia nace en el contexto de un programa de expansión eclesiástica hacia la “tierra adentro” impulsado por el obispo Diego Evelino Hurtado de Compostela y el gobernador Severino de Manzaneda. Entre 1687 y 1704 ambos promovieron la fundación de parroquias y curatos en zonas rurales y portuarias estratégicas, incluyendo Santa Clara, Santiago de las Vegas y, en octubre de 1693, San Carlos y San Severino de Matanzas. 

Grabado del obispo Diego E. de Compostela, tomado del 
articulo homónimo por Roberto Perez de Acevedo, 
para el Anuario del Pais (1947). 

La ciudad no se consideró oficialmente fundada hasta que se desmontó, delimitó y bendijo el espacio de la iglesia. El 11 de octubre se marcó el solar y el 12 se colocó la primera piedra y se celebró la misa de fundación, acto encabezado por el obispo Compostela, el capitán general Manzaneda y cientos de personas de orígenes sociales y étnicos diversos. Aunque la tradición ha simplificado este episodio hablando de “treinta familias fundadoras”, la documentación y la arqueología apuntan a un escenario más complejo. La ciudad se levantó a partir de un número menor de núcleos familiares acompañados por un contingente mucho más amplio de personas. Entre ellas, una población esclavizada negra de distintos orígenes, trabajadores libres, artesanos y soldados de varias procedencias que ya estaban acuartelados o empleados en las obras de la fortaleza del castillo de San Carlos antes de 1693. Si pensamos en estos grupos como primeros pobladores, más que en un pequeño elenco de “fundadores” sensu stricto, la génesis de Matanzas aparece como un proceso más plural, heterogéneo e inclusivo, en el que muchos actores participaron de hecho en la construcción física y social de la ciudad.

 En este sentido, la parroquia no era solo un edificio religioso, sin que sería el eje administrativo y simbólico de la nueva población, el lugar donde se registraban bautismos, matrimonios y entierros y desde donde la Iglesia articulaba su presencia sobre la bahía y el hinterland.

 Los documentos fundacionales describen con notable precisión cómo debía ser este templo. En la segunda manzana central, con la fachada mirando al oeste y dando directamente a una plaza de una cuadra de lado, se reservó un espacio de 50 varas de largo (unos 42 m) y 12 de frente (unos 10 m): 8 varas para el atrio de entrada, 36 para la nave principal, 6 para la sacristía, y dos naves laterales de 6 varas de ancho cada una, rodeadas por calles de 8 varas y flanqueadas por los solares destinados a las casas del obispo y del cura.

Esta disposición arquitectónica, con la plaza de frente al templo en lugar de al costado, se apartaba de la práctica más extendida en muchas ciudades coloniales del Caribe —donde las iglesias mayores quedaban adosadas a un lado de la plaza—, pero al mismo tiempo seguía de forma bastante fiel las Ordenanzas de Felipe II y la Recopilación de Leyes de Indias, que desde finales del siglo XVI recomendaban templos al centro de la cuadra con plazas menores al frente. Ejemplos previos en el ámbito hispano, como la capilla del Salvador de Úbeda (1536), Huaxutla (1580), la catedral de Santiago de Guatemala (1678) o las iglesias de San Fernando y San Baltasar de los Arias en Cumaná (1690–1691), muestran que el caso de Matanzas no fue una primicia absoluta en el Nuevo Mundo, aunque sí una solución particularmente singular dentro de Cuba.

Tres detalles de planos históricos que demuestran la disposición de la iglesia original en el contexto urbano de la ciudad de Matanzas. El plano inferior es una copia de 1795 del plano fundacional de la ciudad. El central es un procedente del segundo volumen de las Actas Capitulares de San Carlos de Matanzas (AHPM), fechado en septiembre de 1736. El plano superior es de Joseph Fernández (1764), procedente del AGI/MP-SD, 852. Fuentes: Orihuela y Viera (2019); Orihuela et al. (2021). 


Las excavaciones arqueológicas, dirigidas por el arqueólogo Ricardo Viera Muñoz, realizadas entre 2010 y 2014 en el área que ocupaban el atrio, la nave norte y el cañón de la primitiva iglesia confirmaron que la construcción levantada siguió de cerca aquellas normas y medidas. En los sondeos se identificaron cimientos y muros cuya orientación y dimensiones coinciden con las naves descritas en los documentos, permitiendo estimar que el templo cubrió unos 1,230 m² y un perímetro de unos 151 m, valores comparables a los de la actual catedral, que yace justo al frente del antiguo espacio.

El grosor de los muros y la potencia de las cimentaciones indican una obra de cierta ambición (¿o solo se seguían las normas?), pensada desde el inicio como estructura duradera y no como solución provisional. 

Iglesia de tablado y embarrado: «Plano del pueblo, fuerte y caño de San Agustín de la Florida y del pueblo y caño de San Sebastián» (1576) (AGI/MP-Florida_Luisiana, 3, N.º 4232). Inferior: croquis del antiguo convento de San Francisco de la Iglesia Vieja de Santiago de Cuba (4 de agosto de 1746) (AGI/MP-SD, 220). Fuente: Orihuela et al. (2021). 


Desde finales del siglo XVII, la iglesia funcionó como parroquia y cementerio de la joven ciudad. Los libros de entierros y bautismos, aunque incompletos y deteriorados, muestran que allí se celebraban los principales sacramentos de la población. Las excavaciones, por su parte, sacaron a la luz numerosos restos humanos. Tres de estos restos fueron datados por radiocarbono; un análisis químico que permite conocer la edad de los huesos. Uno de ellos apunta a un individuo muerto antes de la fundación oficial de 1693, lo que sugiere un traslado posterior de huesos al nuevo cementerio. Otros confirman inhumaciones posteriores a 1730, es decir, cuando según la versión tradicional el templo ya habría desaparecido. Todo esto indica un complejo uso y reúso del espacio destinado con aquellos fines. Esta continuidad funeraria refuerza la idea de que el espacio siguió siendo sagrado y funcional más allá de la fecha del famoso temporal.

Aquí entra en escena la familia Amoedo. Según la narrativa clásica, un gran huracán azotó Matanzas el 19 de octubre de 1730 y destruyó la iglesia fundacional. Como resultado, los objetos sagrados habrían sido trasladados a la casa de un vecino prominente, Diego García de Amoedo, donde permanecieron mientras se reparaba el templo. Las fuentes documentales efectivamente indican que, tras un episodio de daños, los sacramentos y ornamentos fueron depositados por unos días en la casa de Amoedo y luego devueltos al templo con gran pompa, acto por el cual el vecino recibió de la Corona el privilegio de “casa de cadenas”. Además, se le autorizó, por la corona, a exhibir un blasón con copón y orla, y unas cadenas en la fachada, símbolo de refugio para los perseguidos. 


Escudo de Amoedo, tallado en roca caliza, Museo 
Provincial de Matanzas, Palacio de Junco. 
Nótese la orla y copón inscritos. 

Esta información muestra que la iglesia sufrió daños, pero también que fue reparada y volvió a usarse, al menos parcialmente, al menos hasta 1736, como sugiere la documentación parroquial y capitular.

Los problemas comienzan cuando se intenta encajar este relato con la evidencia archivística, primaria-documental, y climática. Los registros de fenómenos atmosféricos severos en la región Habana–Matanzas entre los siglos XVII y XIX, reconstruidos a partir de documentación primaria y estudios paleoclimáticos, muestran múltiples episodios de temporales, frentes fríos, sequías e inundaciones, pero no aportan confirmación documental directa de un gran huracán en Matanzas (o la región circundante) el 19 de octubre de 1730.

Al revisar las Actas Capitulares de Matanzas correspondientes a esa fecha, no aparece referencia alguna a un ciclón o destrucción masiva, lo cual resulta muy raro y sospechoso. El cabildo se reúne, constata que no hay asuntos nuevos de los que tratar y cierra la sesión sin mención de tormenta. Un examen paralelo de las Actas Capitulares de La Habana para la misma jornada tampoco registra un huracán. La inscripción pétrea del escudo de los Amoedo, en cambio, afirma que “el 19 de octubre de 1730 el Señor visitó esta casa por el huracán”. La tensión entre un testimonio heráldico y una ausencia casi total de confirmación documental en las fuentes oficiales abre una incógnita legítima: ¿qué tipo de evento ocurrió realmente aquel día? ¿Fue un temporal local de menor escala, magnificado después en la memoria familiar? ¿Hubo daños graves concentrados en un área limitada, insuficientes para aparecer en las actas generales?

Plano en el Acta del Cabildo del 28 de septiembre de 1736. Nótese los autógrafos del comandante Ignacio Rodríguez y Andrés de Avalos. También la firma de J. A. Treserra en la esquina inferior derecha, posiblemente realizada en la década de 1940.

¿O fue, al menos en parte, un relato funcional a la obtención de recursos y privilegios para una nueva iglesia? Sabemos que una ley de Felipe III de 1604, incorporada en las Recopilaciones de las Leyes de los Reinos de Indias, establecía que la primera iglesia de una fundación debía costearla la Corona, mientras que las segundas o consiguientes debían sufragarse fundamentalmente con las limosnas de los vecinos. En ese contexto jurídico, no puede descartarse que la insistencia en “ruinas” producidas por temporales o incendios funcionara también como argumento para justificar nuevas fábricas y solicitar gracias reales. El propio relato de Matanzas presenta paralelos muy estrechos con el de la iglesia mayor de Guanabacoa, donde una tormenta, el depósito del Santísimo en casa de un vecino notable y la posterior concesión de privilegio de cadenas a Esteban Pérez de Rivero siguen un patrón casi idéntico al de Amoedo, hasta el punto de que es sugerente de que este tipo de trámites acaso se usaba para adquirir favores o mercedes regias.

Hoy por hoy, los datos disponibles obligan a considerar la versión del “gran huracán destructor” como una tradición no respaldada por la documentación conservada, evidencia científica, y que requiere seguir siendo investigada de forma sistemática.

Mientras tanto, la arqueología ha permitido seguir la historia del solar de la iglesia más allá de ese episodio. Sobre los restos del templo original se documentan estructuras de mampostería más tardías, interpretadas como el inicio de un nuevo edificio —posiblemente un hospicio u otra obra vinculada a la institución eclesiástica— que nunca se terminó.

Paralelamente, la ciudad optó por reorganizar su centro religioso. La nueva iglesia parroquial, actual catedral de San Carlos Borromeo, se levantó en la antigua plaza frontal de la primera iglesia, pero con la fachada orientada hacia el este y la plaza desplazada al costado, recuperando el esquema más habitual del urbanismo hispano. Este cambio de orientación modificó la forma en que se leía el espacio central de la ciudad y consolidó el trazado que hoy reconocemos como su centro histórico. El antiguo solar del templo primitivo quedó entonces como un espacio híbrido: parte cementerio residual, parte obra inconclusa y, finalmente, subsuelo arqueológico bajo edificaciones posteriores.

En los últimos años, el apellido Amoedo ha vuelto al centro del debate patrimonial, esta vez a través del proyecto «ARQUEO-CUBA», una colaboración entre instituciones de Cuba e Italia que ha tenido amplia difusión. El proyecto se presenta como una iniciativa novedosa, moderna y dotada de tecnología de punta, dirigida a excavar la llamada Casa de los Amoedo, en la Calle Medio nº 23 de Matanzas, como parte de una estrategia de gestión sostenible del patrimonio y desarrollo territorial. Las excavaciones se han vinculado al diseño de una sala fundacional de alto contenido tecnológico, dependiente de la Oficina del Conservador de la Ciudad, bajo la dirección del Lic. Leonel Pérez Orozco, en coordinación con el equipo de Arqueocuba. La idea es construir, primero en una sala de la sede de la Oficina y luego en un futuro museo en la calle Jovellanos —sobre el área de la iglesia fundacional—, una experiencia inmersiva, donde el visitante vería, mediante pantallas móviles y gráficos, el paisaje de la bahía antes de la fundación (bosques, ríos, prados, vegetación) y, a continuación, en una habitación con cuatro paredes en 3D, asistiría “en vivo” al acto fundacional de 1693, con movimientos de gente, bendición de la primera piedra e instalaciones virtuales que lo convierten en protagonista del momento histórico. Según sus promotores, el objetivo es superar el modelo decimonónico de vitrina, lámina y texto fijo, y atraer a públicos jóvenes a través de museos interactivos capaces de competir con la distracción del teléfono móvil.

Ese esfuerzo de museografía avanzada es, en sí mismo, una buena noticia para cualquier ciudad patrimonial. Sin embargo, que el discurso sea tecnológicamente sofisticado no garantiza, por sí solo, la exactitud histórica del contenido. En este punto resulta clave distinguir entre el relato de divulgación que se está construyendo y lo que la documentación y la arqueología efectivamente sostienen. Parte de la información que se repite en torno al proyecto. Por ejemplo, la identificación precisa del solar excavado con la “Casa de los Amoedo” vinculada al episodio de 1730 no resiste bien la comparación con los datos históricos o científicos. Según los estudios históricos, las excavaciones asociadas al proyecto italiano no se realizaron en el lote que correspondería a la casa de Pedro Fernández Guerrero (relacionada con la ubicación que debería tener el inmueble en cuestión según las fuentes), sino en el solar de Andrés Díaz de Baltasar, que queda más al norte. Es decir, el nombre “Casa de los Amoedo” aplicado a ese punto concreto de Calle Medio no está sólidamente respaldado en la evidencia disponible y puede inducir a una identificación espacial engañosa.

Algo similar ocurre con la insistencia en el huracán de 1730 como hecho probado y como explicación directa y cerrada para la desaparición de la iglesia fundacional. Como se señaló antes, ni las Actas Capitulares de Matanzas ni las de La Habana describen el supuesto ciclón, y el análisis climático regional para 1690-1876, basado en catálogos meteorológicos, archivos coloniales y estudios paleoclimáticos, no ofrece confirmación directa de un evento con las características que suele atribuirse al episodio. Tampoco la evidencia arqueológica.

En ese sentido, la museografía de vanguardia corre el riesgo de fijar en la mente del público general un relato espectacular —una ciudad “barrida” por un huracán único que destruye de golpe la iglesia original— que está escasamente respaldado por evidencia concreta y que, además, simplifica en exceso una historia mucho más interesante, la de un templo que sufre daños, se repara, sigue funcionando algún tiempo, pierde centralidad gradualmente, y finalmente ve su solar reocupado y resignificado en el marco de una reconfiguración urbana más amplia.

Nada de esto invalida las intenciones de proyectos como «ARQUEO-CUBA» ni el valor de un futuro museo fundacional tecnológicamente avanzado. Al contrario, muestra hasta qué punto este tipo de iniciativas necesita apoyarse en una base documental y arqueológica depurada y en diálogo constante con la investigación académica más actual.

Gracias a las excavaciones en la antigua iglesia —no las de la supuesta casa de los Amoedo, sino en el solar históricamente documentado frente a la catedral— y a la revisión cuidadosa de las fuentes del Archivo General de Indias, del Archivo Nacional de Cuba y de los archivos locales, hoy disponemos de una imagen mucho más precisa de la primera parroquia de Matanzas.

En síntesis, la historia de la primera iglesia de San Carlos de Matanzas muestra cómo una ciudad se va haciendo sobre capas de decisiones, errores, reparaciones, silencios y relatos familiares que con el tiempo se convierten en “verdades”. La arqueología y el trabajo de archivo permiten corregir y matizar esas narraciones, no para despojarlas de interés, sino para dotarlas de mayor profundidad. Que los matanceros puedan entrar mañana en una sala inmersiva, guardar el celular y “asistir” a la fundación de su ciudad es una oportunidad extraordinaria. Pero será todavía más valiosa si lo que vean allí está en sintonía con lo que los documentos, los muros enterrados y los huesos en el subsuelo llevan años diciéndonos, con paciencia, sobre el verdadero destino de la iglesia fundacional y sobre el papel real —no mítico— de familias como los Amoedo en esa larga historia.



Bibliografía recomendada

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